Estamos cansados de leer y escuchar noticias sobre lo envejecidas que están nuestras sociedades occidentales y las nefastas consecuencias de esta inversión de la famosa pirámide poblacional:
“Cada segundo dos personas cumplen 60 años.”
“Actualmente una de cada nueve personas tiene 60 o más años de edad, y las proyecciones indican que la proporción será una de cada cinco personas hacia 2050.”
“Según las proyecciones, la población de más de 60 años ha de llegar a 1.000 millones dentro de menos de diez años y ha de duplicarse hacia 2050, cuando llegaría a 2.000 millones.”
Sin embargo, cada vez, que escucho a alguien hablar sobre este tema, me pregunto por qué, a mis 60 años, estoy incluida en el grupo de los denominados viejos y soy causa de las nefastas consecuencias sociales que, al parecer, se deriva de este hecho.
Viendo este asunto desde una perspectiva histórica, y sin remontarnos mucho más allá de principios del siglo XX o unas pocas décadas más atrás, la esperanza de vida era entonces mucho menor que hoy. Era muy complicado que una persona pudiera llegar más allá de los 50. Este era el umbral de la vejez y ellos, los de 50 y los 60, los viejos.
Sin embargo, a medida que se iban superando esos umbrales de esperanza de vida, y que muchas más personas superaban esos 60 años, no parece que se considerase o se hablase, a mediados del siglo XX, de que la población se envejecía y de los graves problemas derivados de ello.
Probablemente, porque a esta feliz noticia de la mayor longevidad, derivada de los avances médicos y la tranquilidad social, le acompañaba la del mantenimiento de las cifras de natalidad. Así la pirámide se iba transformando por arriba pero mantenía su acreditada forma triangular, y todos felices.
Hoy en día, sin embargo, es noticia recurrente los graves problemas derivados del envejecimiento de nuestra población.
¿Por qué este gran éxito de nuestra sociedad, de la técnica y de la medicina, se ha convertido en un grave problema?
De forma muy simplista diría, como todos sabemos, que nos hemos quedado sin la base de la pirámide, el edificio poblacional ha transformado su figura drásticamente por abajo.
Pero es otro factor sobre el que quiero incidir y que creo que afecta sobremanera en esta percepción de negativa del llamado envejecimiento poblacional. Seguimos midiendo la vejez y sus consecuencias con los mismos parámetros que utilizábamos en el siglo pasado. Nos hacemos viejos estadísticamente a los 60.
¿De verdad envejecemos a los 60?
Si hoy preguntáramos a cualquier persona si considera que alguien con 50 o 60 años es vieja, nos contestaría sin género de dudas, que NO.
¿Por qué ya no somos viejos cuando cumplimos 60 años?
Diría, coloquialmente y de forma muy básica, que identificamos el concepto vejez con los siguientes factores y consecuencias esencialmente económicas y negativas:
- Dependencia física: necesidades de apoyo, mayor necesidad de asistencia social y sanitaria, y mayor gasto público implicado.
- Dependencia económica o ausencia de productividad: inclusión en las denominadas clases pasivas como personas no productivas y perceptoras de ingresos provenientes de las cajas de pensiones.
Parece evidente que el punto de corte de la vejez no pueden ser los 60, ni los 64, si siquiera, quizás, la edad porque hoy una gran mayoría de las personas de 60 años ni son dependientes económicamente ni lo son socialmente.
La sociedad evoluciona gracias a los avances médicos
Nuestra sociedad ha cambiado drásticamente, gracias a los avances en la medicina, siendo un éxito que la esperanza de vida se alargue. Nos hemos desarrollado técnicamente, disminuyendo la dependencia gracias a los apoyos técnicos que podemos proporcionar. Nuestras leyes cambian y eliminan la discapacidad sustituyéndola por la provisión de apoyos, para reconocer y generar mayores niveles de autonomía; no dejamos de trabajar/producir a los 60, ni a los 65.
Todo ello grandes logros de nuestra sociedad por los que nos tenemos que felicitar. Y sin embargo nuestros instrumentos para medir la vejez siguen siendo los mismos, manteniendo sus parámetros de cálculo.
Seguimos utilizando estadísticas de envejecimiento de nuestras sociedades que sitúan la vejez en los 60. Lo que, en sí mismo, es ya un lenguaje edadista y, por lo tanto, discriminatorio, porque sitúa las consecuencias negativas de una sociedad envejecida a una edad que no se corresponde en absoluto con la realidad. Las herramientas para medir el envejecimiento de las sociedades son las que, en gran medida, están haciendo a las sociedades viejas y están agravando todas las cifras negativas a ello asociadas.
Diferenciar entre los mayores y las personas dependientes, tengan la edad que tengan
Si considerásemos y midiésemos la vejez desde los 80 o incluso, yendo más allá, desde que aparece la dependencia, otro gallo cantaría los datos y las consecuencias derivados de ellos.
Es hora de diferenciar entre los mayores y las personas dependientes, tengan estas la edad que tengan. El cambio y adecuación a la realidad del parámetro (año de corte) con el que medimos la consecuencias de la vejez, traería automáticamente un cambio en el análisis de sus consecuencias y en la percepción misma de las personas mayores.
Nuestro edificio poblacional ha cambiado su forma, pero también lo han hecho las consecuencias asociadas a cada una de las franjas de edad.
Debemos afrontar los desafíos del desarrollo y aprovechar las oportunidades dimanantes de una mayor longevidad (que no del envejecimiento). Necesitamos nuevos enfoques económicos, laborales, financieros, sociales, técnicos, arquitectónicos, mediáticos … que propicien la integración de los individuos y no su discriminación por edad o dependencia.
Y necesitamos, YA, nuevas herramientas para medir la edad de nuestras sociedades y las consecuencias que de ellas se derivan PORQUE NO NOS HACEMOS VIEJOS A LOS 60.